“Me gusta rodearme de recuerdos, de igual modo que no vendo mis trajes viejos. A veces subo a verlos al desván donde los guardo y recuerdo los tiempos en que aún estaban nuevos y en todas las cosas que hice cuando los llevaba”.
Gustave Flaubert
Pocas veces en mi vida he sido consciente de la incontestable supremacía de una sensación o estado, como lo fui hace algunas semanas del estruendoso sonido del silencio que se cernía sobre mí. Un silencio autoritario, casi dictatorial, inmutable aún en medio de la ruidosa cotidianidad. Sí, un silencio placentero, condescendiente y protector, que tras ser impuesto por un orden superior, se convirtió primero en un hábito y poco después en una necesidad y me llevó con paciente gesto a descubrir la perfección literaria de los recuerdos.
Ni las musas de Homero y Hesíodo, ni la pureza de la más sagrada epifanía, ni mucho menos las conquistas de una indómita imaginación, pueden alcanzar los lugares insospechados a los que llega el impulso de los recuerdos, reminiscencias inmemoriales en las que en lugar de echar de menos la precisión de la veracidad, se resanan con ficción las grietas que ha dejado el tiempo, trabajando a marchas forzadas para evitar la propia extinción.
Imágenes a veces tan nítidas y otras veces tan difusas en las que se hace imposible establecer los límites de la realidad, pero que van abriéndose paso en la mente y el espíritu, hasta convertirse en verdades certificadas, que justifican el camino recorrido, dan valor y sentido a nuestra existencia y hacen posible nuestro pasado y presente, pero sobre todas las cosas el futuro, cimentado en esas escenas rescatadas del naufragio que definen nuestra identidad.
Puesto en la labor de restaurar las ruinas de mi propio imperio, me vi sin más recorriendo –ya no una calle– sino toda una villa de tiendas oscuras, por cuyos rincones, por un simple principio de oposición, me colé como una silueta clara, para acudir a los Stioppa de turno, en busca de esos preciosos recuerdos que me brindaran un indicio de mi identidad. Y entonces reproduje cuidadosamente cada detalle de las historias que jamás protagonicé y sentí una indescriptible nostalgia por los momentos entrañables que nunca viví, esa misma sobre la que en 1978 escribió aquel entonces novel escritor francés, ahora Nobel.
Rehaciendo mis pasos deambulé por las calles, que a pesar de resultarme estremecedoramente familiares, se escurrían por las rendijas de la memoria como arena entre los dedos, sin que pudiera materializar el leitmotiv de las intrigas que allí se desarrollaron.
Decenas de malos recuerdos pasaron a mi lado como fantasmas al asecho, sin que pudieran hacerme daño, sin que lograra siquiera reconocerlos, porque en un momento de lucidez que escapa a mi entendimiento decidí olvidarlos y así perder el peso suficiente para mantener la nave a flote, conservando únicamente el equipaje indispensable para sobrevivir.
Ladrillo a ladrillo reconstruí las torres olvidadas de mi propia personalidad, asumiendo casi por vez primera aquellos detalles que en boca de un puñado testigos presenciales dolorosamente envejecidos, lucen cada vez más inverosímiles y parecen poner una distancia infranqueable entre la persona que soy y la que fui, con la que ahora apenas comparto algunos rasgos reconocibles para el agudo observador. Es esa misma distancia que impone la trama insospechada y fascinante que revela cada día la vida, la que hace posible que al mirar atrás, el camino recorrido parezca más el resultado del trance de un solitario escritor, que el recuento de lo vivido.
Al término de este intenso y efímero viaje, tan real como puedo llegar a serlo yo mismo, pero que ahora parece haber tenido lugar en el plano de lo onírico, no puedo evitar sentir la satisfacción del autor que ha encontrado el colofón perfecto para su historia. Y entonces los recuerdos que atesoro, a pesar de su dudoso contenido de realidad, dicen mucho más de mí que cualquier documento certificado y aunque probablemente nunca narren los hechos de mi pasado con fidelidad, exhiben orgullosos la más cuidada estructura literaria, describiendo palabra a palabra, capítulo a capítulo, una historia digna de ser contada, con personajes sorprendentes e indescifrables y puntos de giro dispuestos en el momento oportuno, para mantener la atención de los lectores y desde luego la incertidumbre de sus protagonistas.
“Cuando era más joven podía recordar todo, hubiera sucedido o no”.
Mark Twain