Muerte, fiesta, Catrina y mezcal

Vivir es ir muriendo y nacer es empezar a morir, dijo alguien en cierta ocasión, cuando descubrió que en vivir solo el tiempo es la distancia entre un acto y otro, la vida y la muerte, ambas se conocen, una ad­vierte la existencia de la otra sin conocerla, sin espe­rarla sabe que va a llegar para arrancarla de su due­ño. La otra aguarda para reclamar la que es suya, le pertenece y la lleva a su reino, de donde nada saben los humanos más que irrumpe y está al acecho. la vida le teme a la muerte, no quiere saber de ella, solo pretende conducirse con intensidad: respirar, sentir, palpitar; el aire, el mundo, el cuerpo… Todos la quieren y creen que merece la pena luchar una, mil y todas la veces que sea necesario con tal de te­nerla. La muerte es indeseable, los vivos la resisten, no terminan por entender sus designios, produce el dolor de propios y extraños, aunque cuando llega ya no se es, porque el alma se ha ido y no existe el sufrimiento del cuerpo que padeció, más que el de los dolientes de quien finó.

Viaje sin regreso, porque solo se vive y se perece una vez, desfiladero del tiempo, precipicio hacia otra dimensión, túnel por donde el alma sale del cuerpo para ser de otra manera: es esa la muerte, la parca, la sombra, la oscura presencia que apaga los sue­ños de la vida que fue, del último aliento que se ha ido, del humano que ya no será más. Extinguir la vida es su obra, pero también lo es avisar a sus deudos, que más allá de la nada y el vertiginoso descenso a sus inefables profundidades existe todo aquello de lo que no se sabe, donde el cuerpo no es más que el vehículoque usó el espíritu para habitar la tierra, y que ahora es puesto en el lugar al que pertenece, para luego ascender a otras coordenadas sin tiem­po ni espacio, pero sí de un modo que trasciende en la eternidad, como está en la arraigada convicción de quienes celebran la muerte y la visita de quienes se fueron, cada día 2 de noviembre en México, des­de la lejanía de los días prehispánicos.

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