“Jamás me acostumbraré a nada. Acostumbrarse es como estar muerto.”
Un edificio de piedra arsénica roja, en medio de la Setenta Este en Nueva York, fue el escenario perfecto para que el mundo conociera a la encantadora Holly Golightly, desde entonces su presencia cambió para siempre la vida de todos y cada uno de los que se cruzaron en su camino, incluyendo a no pocos desprevenidos lectores de la novela Breakfast at Tiffany’s de Truman Capote, publicada en 1958. Holly, una joven elegante y delgadísima, cuyos 19 años eran casi imposibles de adivinar, iba siempre impecablemente vestida con una pomposa sencillez, corte de pelo un tanto masculino, con múltiples tonos rubios y gafas oscuras, moviéndose con admirable y seductor desparpajo, ya fuera en sus múltiples incursiones al tocador, generosamente auspiciadas por su acompañante de turno en un bar, lo que constituía uno de sus principales fuentes de ingreso; o en sus acostumbradas visitas de los jueves a Sing sing, para hacer más felices los días de Sally Tomato, un simpático anciano que como dato más que anecdótico resultaba ser un capo de la mafia.
Sin embargo, no son estos los rasgos que mejor la describen, puesto que para hacerse una buena idea de su verdadera naturaleza hay que remontarse a aspectos como su aparente desenfado frente a la vida, o su calculada frivolidad, evidente en su fascinación por la famosa joyería que le da nombre a la novela, único lugar capaz de sacarla de la “malea”, término usado por el personaje, para definir una suerte de depresión personal. Puestos en este camino, resulta imposible pasar por alto su conducta abiertamente indecorosa, su propensión a la prostitución y su inminente bisexualidad, temas polémicos -casi un sello distintivo de Truman Capote- que se vieron atenuados y matizados por el glamur y la belleza de Audrey Hepburn, protagonista de la versión cinematográfica de la obra, que se estrenó en 1961.